Allá por los años sesenta, Villa Paranacito era una población
floreciente. Las familias
de lugareños y las de inmigrantes de toda Europa competían en fecundidad. Las
islas del entorno eran un vergel de frutales generosos y las plantaciones de
sauces y álamos brindaban toneladas y toneladas de materia prima a los
innumerables aserraderos diseminados a orillas de ríos y arroyos.
El Gran Aserradero Durán y Cubillas era uno de los más
grandes y en él se concentraba la producción
de muchos otros. Estaba ubicado a la entrada de la
villa y debía generar su fuerza motriz
con equipos propios porque la pequeña usina que abastecía las necesidades
domésticas no era suficiente para las industrias.
Un día, uno de los cuatro hermanos Cubillas, el más
trabajador, entró en pánico al ver que el motor principal se estaba
incendiando. Intentó apagar las llamas con golpes de una bolsa de arpillera,
con tan mala suerte que el combustible que se derramaba del motor embebía la
bolsa, y el pobre Cubillas, en lugar de apagar el fuego, generaba nuevos focos
cada vez que la revoleaba sobre su cabeza.
Cuando quiso acordarse, él mismo estaba en llamas.
Su desesperación era tan grande como su aguante, porque cuando finalmente eligió
salvar su vida y fue a zambullirse al río, las quemaduras eran muy severas.
Esta no fue la ocasión en que se incendió
totalmente el aserradero Durán y Cubillas.
Eso iba a ocurrir unos años después, en circunstancias algo confusas. Esta fue
la ocasión en la que se incendió el más trabajador de los Cubillas.
Una vez que el pobre hombre salió del río, peones,
parientes, vecinos y entrometidos se acercaron a ofrecer sus auxilios, ya que
la salita distaba, por agua o por tierra, unos 4 kilómetros. Cada quien, de
acuerdo a sus probadas experiencias, aportaba terapias mágicas e infalibles.
Yo tendría entonces unos diez años. Guardo el
recuerdo de que alguien propuso poner huevos, clara y yema, sobre las llagas. Esa
fue la primera capa de curaciones. Como el paciente seguía quejándose, alguien
dijo: “lo que refresca es la tinta”, de manera que todos los chicos curiosos
que a esa hora estábamos saliendo de la escuela, aportamos nuestros tinteros
para enfriar el cuerpo ardiente, que dejó de ser rojo para mostrar variados lamparones
de un extraño azul violáceo.
Sin embargo, dado que los gritos de dolor no se
atemperaban, el rojo volvió por sus fueros cuando otro sugirió aplicar rodajas
de tomate. Pero se salían rápidamente de lugar a causa de los corcovos de Cubillas.
Por más que le pidieran al hombre que se quedara quieto, el cuerpo ya no
respondía a su voluntad y se retorcía en contorsiones reflejas. Para obtener
mayor eficacia, alguien corrió a buscar latas de tomate al natural.
En fin, quién sabe cuántas otras curaciones que no
recuerdo podrían enriquecer el relato de semejante desatino. La cuestión es que
en menos de media hora, todo el cuerpo era un solo enchastre amorfo de colores
y consistencias variados.
En esa época, el médico de Paranacito era un hombre
maduro que tenía el respeto de todos. Cuando llegó, su sola presencia ordenó un
poco las cosas. Curiosos y entrometidos fueron tomando distancia, los chicos
nos fuimos yendo y los más íntimos se quedaron colaborando. Según supe, a los
pocos meses, el mayor de los Cubillas estaba otra vez en su puesto de trabajo.
Unos doce años después, cuando yo ya había empezado a estudiar psicología, fui con un grupo de amigos a pasar un fin de semana a Gualeguaychú y, no sé bien cómo, terminamos tomando mate en una
quinta donde estaba el médico que había asistido a Cubillas. Yo no fui el que
sacó el tema pero cuando escuché que estaban hablando de la historia del
quemado, presté atención. Nunca olvidé cómo el médico remató el relato.
―Lo que pasó allí ―dijo― es que faltó alguien
tranquilo, una vieja sabia, por ejemplo, que coordinara un poco. Para curar a un
enfermo no es cuestión de medicamentos nomás. ¡Si uno se angustia y no se
aguanta el sufrimiento del paciente, mete remedio tras remedio y hace un
enchastre!