Mi amigo Gerardo tenía un perro. Lo había encontrado
cuando todavía era cachorrito, haciendo equilibrio sobre un tronco a la deriva
y lo rescató. Fue en uno de los primeros días de aquella gran creciente que
dejó las islas cubiertas por varios meses. La familia de Gerardo se había ido,
corrida por el agua y él, sin ser todavía un adulto, quedó encargado de cuidar
lo poco que se había salvado.
Con el perro se encariñaron mutuamente. Él lo llamo
Yuri, como Gagarin, aquel astronauta ruso tan famoso a comienzo de los sesenta.
Lo llevó a vivir con él a la casilla sobre pilotes que era su refugio. Desde
allí, con una canoa precaria, exploraban la propiedad y se animaban a
incursionar en los alrededores. Había que recorrer unos cuantos kilómetros para
encontrar un metro cuadrado de tierra firme.
Yuri era un sobreviviente. A poco de estar con
Gerardo, en una de sus primeras batallas, una iguana le había mordido una pata
delantera y lo había dejado algo rengo para siempre.
Mi amigo Gerardo también era un sobreviviente, pero
de otras orfandades. Más que mi amigo, era mi ídolo: yo rondaba los doce y él
ya tenía veinte cuando el destino nos llevó a ser vecinos por algunos unos años.
Lo que cuento ocurrió hace unos cincuenta años y estábamos
apenas a cien kilómetros de Buenos Aires. Sin embargo, ahora me parece que
verdaderamente estábamos en otro mundo o en otros tiempos. Recuerdo que, por
épocas, eso era un vergel digno de ser la sede del paraíso terrenal y, por épocas,
aluviones de aguas impiadosas arrasaban con lo que hubiera. Y de un día para
otro el edén se convertía en infierno.
Cuando lo conocí, Yuri ya tenía más de dos años. Llegó
a ser un lindo perro. Le faltaba bastante para tener el porte de un ovejero alemán,
pero su pelaje delataba algo de esa estirpe. Y, como sobreviviente que era,
había aprendido a utilizar al máximo todos sus recursos. Aguerrido, conocía sus
debilidades y sus fortalezas y las aprovechaba con inteligencia.
No se sabe cuál de los dos recibía más del otro,
porque Gerardo, con su perro al lado, se sentía poco menos que invencible y
otro tanto parecía sentir Yuri si su dueño estaba con él.
Los isleños eran todos parecidos: los recuerdo desconfiados,
siempre algo desafiantes, atrincherados en pequeños narcisismos donde debían de
sentirse a resguardo de tanto desamparo. Con uno o varios perros, afrontaban la
vida entre riachos, pajonales, camalotes y sudestadas temibles. Yuri había
nacido ahí y, por meses, creció más en el agua que en tierra firme; adaptado a
la vida en las islas y los esteros, se había vuelto un poco anfibio.
Un día, en época de aguas bajas, Gerardo andaba con
su perro por esos senderos que costean los arroyos. El puño aferrado a la correa
que a modo de tenso cordón umbilical los unía cuando transitaban territorios
que no eran los propios. Al notar la inquietud de Yuri, supo que se iba a
cruzar con alguien y que ese alguien traería consigo al menos un perro. Así
fue. El otro también venía correa en mano, con un perro de porte bastante más
grande que el de Yuri.
Al encontrarse, los perros fueron más expresivos
que sus dueños. Se miraron con desconfianza, se gruñeron, se amenazaron. Las
voces de los hombres no se hicieron esperar, ellos también alardearon.
―Cuidá a tu perro, que el mío lo puede matar.
―Mejor cuidá al tuyo, te podés llevar una sorpresa.
Hasta que en
un momento perdieron el control y soltaron a los animales. Yuri salió disparado
como el más cobarde de los mortales, no se podía creer la velocidad que alcanzaba,
a pesar de que apenas podía apoyar su lisiada patita delantera. La escena
provocó un poco la burla del dueño del otro, pero Yuri logró llegar ileso hasta
el muelle más cercano y se tiró al agua. Y detrás de él, sin un instante de
duda, su rival enardecido.
Recién allí comenzó la verdadera batalla. En
brevísimo tiempo, Yuri había dominado por
competo al rival. Astuto, sabía más que nadie cómo llevar a los enemigos al
territorio donde se sabía invencible.
El dueño, a los gritos, clamaba:
―¡Paralo! ¡Paralo que lo mata!
Gerardo intervino con firmeza
y todo terminó. Pero él se llevó consigo una anécdota más. La contaba a menudo,
con relatos como ese alimentaba su escuálida autoestima: tenía un perro que, en
el agua, era el mejor de todos.