lunes, 22 de septiembre de 2014

Remedios para la angustia

Allá por los años sesenta, Villa Paranacito era una población floreciente. Las familias de lugareños y las de inmigrantes de toda Europa competían en fecundidad. Las islas del entorno eran un vergel de frutales generosos y las plantaciones de sauces y álamos brindaban toneladas y toneladas de materia prima a los innumerables aserraderos diseminados a orillas de ríos y arroyos.
El Gran Aserradero Durán y Cubillas era uno de los más grandes y en él se concentraba la producción de muchos otros. Estaba ubicado a la entrada de la villa y debía generar su fuerza motriz con equipos propios porque la pequeña usina que abastecía las necesidades domésticas no era suficiente para las industrias.
Un día, uno de los cuatro hermanos Cubillas, el más trabajador, entró en pánico al ver que el motor principal se estaba incendiando. Intentó apagar las llamas con golpes de una bolsa de arpillera, con tan mala suerte que el combustible que se derramaba del motor embebía la bolsa, y el pobre Cubillas, en lugar de apagar el fuego, generaba nuevos focos cada vez que la revoleaba sobre su cabeza.
Cuando quiso acordarse, él mismo estaba en llamas. Su desesperación era tan grande como su aguante, porque cuando finalmente eligió salvar su vida y fue a zambullirse al río, las quemaduras eran muy severas.
Esta no fue la ocasión en que se incendió totalmente el aserradero Durán y Cubillas. Eso iba a ocurrir unos años después, en circunstancias algo confusas. Esta fue la ocasión en la que se incendió el más trabajador de los Cubillas.
Una vez que el pobre hombre salió del río, peones, parientes, vecinos y entrometidos se acercaron a ofrecer sus auxilios, ya que la salita distaba, por agua o por tierra, unos 4 kilómetros. Cada quien, de acuerdo a sus probadas experiencias, aportaba terapias mágicas e infalibles.
Yo tendría entonces unos diez años. Guardo el recuerdo de que alguien propuso poner huevos, clara y yema, sobre las llagas. Esa fue la primera capa de curaciones. Como el paciente seguía quejándose, alguien dijo: “lo que refresca es la tinta”, de manera que todos los chicos curiosos que a esa hora estábamos saliendo de la escuela, aportamos nuestros tinteros para enfriar el cuerpo ardiente, que dejó de ser rojo para mostrar variados lamparones de un extraño azul violáceo.
Sin embargo, dado que los gritos de dolor no se atemperaban, el rojo volvió por sus fueros cuando otro sugirió aplicar rodajas de tomate. Pero se salían rápidamente de lugar a causa de los corcovos de Cubillas. Por más que le pidieran al hombre que se quedara quieto, el cuerpo ya no respondía a su voluntad y se retorcía en contorsiones reflejas. Para obtener mayor eficacia, alguien corrió a buscar latas de tomate al natural.
En fin, quién sabe cuántas otras curaciones que no recuerdo podrían enriquecer el relato de semejante desatino. La cuestión es que en menos de media hora, todo el cuerpo era un solo enchastre amorfo de colores y consistencias variados.
En esa época, el médico de Paranacito era un hombre maduro que tenía el respeto de todos. Cuando llegó, su sola presencia ordenó un poco las cosas. Curiosos y entrometidos fueron tomando distancia, los chicos nos fuimos yendo y los más íntimos se quedaron colaborando. Según supe, a los pocos meses, el mayor de los Cubillas estaba otra vez en su puesto de trabajo.
Unos doce años después, cuando yo ya había empezado a estudiar psicología, fui con un grupo de amigos a pasar un fin de semana a Gualeguaychú y, no sé bien cómo, terminamos tomando mate en una quinta donde estaba el médico que había asistido a Cubillas. Yo no fui el que sacó el tema pero cuando escuché que estaban hablando de la historia del quemado, presté atención. Nunca olvidé cómo el médico remató el relato.
―Lo que pasó allí ―dijo― es que faltó alguien tranquilo, una vieja sabia, por ejemplo, que coordinara un poco. Para curar a un enfermo no es cuestión de medicamentos nomás. ¡Si uno se angustia y no se aguanta el sufrimiento del paciente, mete remedio tras remedio y hace un enchastre!

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