jueves, 16 de enero de 2014


Contratapa


Prologo

Domingo Boari

Por qué contamos historias

1. Estamos hechos de historias
En este libro se cuentan algunas historias de pacientes que atendimos en los últimos años. Nos gusta decir “historias de pacientes” por nuestra convicción de que, como dice Gregory Bateson en su libro Espíritu y naturaleza, estamos hechos de las sustancias de las historias.
Y esta afirmación tiene su peso: si la historia es nuestra sustancia, no se puede cambiar sin que cambie nuestra esencia. Pensemos, por ejemplo, en la enorme diferencia que hay entre decir que cada hombre tiene su historia a decir que estamos hechos de historias. Si uno tiene una historia, también podría no tenerla, como quien no tiene una pierna; o podría sustituir su propia historia por una ortopédica. Pero si estamos hechos de historias, no solo sería imposible no tener una, sino que, si tuviéramos otra, sencillamente no seríamos los mismos.
Pensémoslo. Si hubiéramos nacido en otra familia, en otro país o en otro tiempo, seríamos muy diferentes. Y más aún, solo con que nos hubieran contado otros cuentos y los mitos de nuestra etnia fueran otros… En fin, si nuestra historia —vivida y aprendida— fuera otra, seríamos muy diferentes. A lo mejor tan diferentes como si nos cambiaran algunos genes. A fin de cuentas, nuestros genes también surgieron de larguísimas historias. Lo que verdaderamente me importa de mí, lo que soy ―mi mente, mi alma, mi vida anímica― está hecho con la misma sustancia con la que están hechas las historias. Después veremos de qué sustancias están hechas.
Y porque estamos hechos de historias, nos demos cuenta o no, siempre pensamos en términos de historias ―dice Bateson―. Sea que escuchemos, que tengamos que comprender algo o que debamos resolver una situación, recurrimos a nuestras experiencias, al archivo de las infinitas historias que nos constituyen, y comparamos, combinamos, inventamos soluciones mezclando partes de ellas.
Por eso, decir que la experiencia es nuestro mayor capital es igual a decir que nuestra riqueza interior radica en la posibilidad de contar con muchas historias ―vividas, escuchadas, leídas, aprendidas― para cotejar con la que nos interesa en este momento de nuestra vida. Nuestra vida anímica necesita de historias, se alimenta de ellas, y es más rica o más pobre según lo ricas o pobres que sean las historias que la alimentan. Un primer anhelo al publicar este libro es que las historias que contamos sean nutritivas.

2. La sustancia de las historias

         El diccionario de la Real Academia Española define historia como “narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados”. Es decir, la mera narración ordenada no es una historia. Tal vez ni siquiera sea una crónica. Hasta el diccionario nos dice que no se trata de una simple narración, sino de una narración… de lo digno de memoria.

Es llamativo. Los diccionarios tratan de dar definiciones objetivas que, por eso, terminan siendo insulsas. Pero esta es muy interesante porque, bien pensado, “lo digno de memoria” es algo muy subjetivo; debe haber un sujeto que marque lo que es importante, que trace diferencias, que sea capaz de decir “esto es digno de memoria y esto no”. El diccionario debería decir “digno de memoria para alguien”. Porque justamente para que haya una historia tiene que haber un alguien al que le importen más unas cosas que otras.
Si no fuera por las diferencias entre las importancias, todo sería lo mismo, una tersa lisura: todo sería significativo o insignificante por igual. No podría haber una narración… de lo digno de memoria.
Por eso las historias tienen trama, intriga o nudos que se enredan o se desatan, y el sentido radica en cuál va a ser el desenlace de los nudos. Es eso lo que nos interesa saber: si se va a resolver la trama y cómo, si finalmente esta historia, en esta ocasión, va a terminar en felicidad o en infortunio; en última instancia, si va a terminar en la vida o en la muerte.
En otras palabras, lo digno de memoria es lo que tiene una trama llena de significación, de sentido, un nudo cuyo desenlace importa mucho. Sentido, desenlace… Imperceptiblemente estamos hablando de algo que transcurre en el tiempo, un tiempo que no es tal porque se desplace a lo largo de una línea imaginaria, sino porque la historia va de un tiempo a otro, del tiempo de llorar al tiempo de reír, por ejemplo. Es decir, va de un significado a otro, de una importancia a otra, de una relevancia a otra.
Y cuando se coagula en un relato, tenemos una historia que se cuenta acerca de cómo se llega desde un punto de partida alfa a un punto de cierre omega. ¿Cuándo y por qué ese recorrido es digno de memoria? A mi modo de ver, una historia es una historia cuando el punto alfa es un sentimiento y el punto omega es otro sentimiento.
Entiendo que lo que nos interesa de una historia, la trama, es justamente eso, ver cómo se las arregló alguien para pasar de un sentimiento penoso a un sentimiento agradable. O cómo fue que, partiendo del bienestar, llegó hasta semejante sufrimiento. Comedias y tragedias, dramas, sátiras, farsas y sainetes, son distintos modos de contar cómo se llega a vivencias que nos deleitan o nos espantan. Y nos interesan porque es algo que nos pasó, nos puede pasar, o más aún, nos está pasando.
Aparentemente no siempre es así: están también aquellas historias circulares ―podría decir alguien―, que comienzan donde terminan, o que pueden ser recorridas comenzando en un punto cualquiera porque sus significados se ensamblan como un círculo. Y también están aquellas en las que no hay cambios. Pero a ninguna nena le gustaría un cuento en el que la princesa estuviese feliz todo el tiempo; tampoco le gustaría, por supuesto, que estuviese siempre sufriendo, sin esperanza de que vaya a dejar de hacerlo.
Tal vez las historias en las que nada cambia y, sin embargo, tienen interés son aquellas en las que se quiere mostrar el tedio, la inutilidad de la esperanza, el vacío o el sinsentido. Como Esperando a Godot, de Samuel Beckett, o El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, que muestran la futilidad del mero esperar y lo penoso de que no haya cambios.
Hay muchas historias en las que el interés radica en que desconocemos el final y queremos recorrerlas metidos en la intriga para saber adónde nos lleva. Pero hay otras en las que sabemos el final y sin embargo nos interesan tanto o más. Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, es una de mis preferidas. Sabemos el final desde el título mismo. Está contada en cinco capítulos. El protagonista muere en el último renglón de la obra, pero en el capítulo cuatro ya conocimos todos los detalles de la autopsia. Un relato poderoso en el que al lector no le interesa tanto qué es lo que llegó a pasar ―eso ya lo sabe―, sino cómo pasó y, más recónditamente, necesita conocer el arcano porqué.
Tal vez la vida tenga interés porque la fuente que alimenta las historias es inagotable y siempre nos intriga la esperanza de que lo bello retorne con las variaciones que la complejidad de la vida le impone. 


3. Los pacientes y sus historias
Toda persona que desea comenzar una psicoterapia psicoanalítica, con mayor o menor conciencia, lo hace porque se siente en crisis.
La palabra crisis viene del griego y remite a una situación de corte y de tomar una resolución. Son momentos decisivos, como de encrucijada, que por eso mismo significan también una oportunidad.
El paciente que se siente en crisis, o en la medida en que toma conciencia de ella, se coloca voluntariamente en un punto en el que puede y debe mirar hacia adelante y hacia atrás. No es una tarea fácil y aparecen las resistencias, porque a veces es inquietante la visión panorámica de la propia historia y otras es angustiante que todo sea una nebulosa densa que no permite ver nada. Por eso, el paciente busca que alguien lo acompañe a repensar su vida en un tiempo de reflexión y de introspección, como el que ofrece la psicoterapia psicoanalítica.
Parados a mirar la historia propia, unos sienten que necesitan conocerla: no saben muy bien cómo es que llegaron hasta allí. Otros piensan que necesitan comprenderla, o tal vez interpretarla: no saben qué acontecimiento, de todos los que vivieron, determina lo que ahora les pasa, o no saben qué sentido darle a lo que les pasó.
Hay quienes piensan que su historia es demasiado derecha y quieren torcerla, y quienes, al contrario, piensan que es demasiado torcida y quieren enderezarla…
Para los psicoanalistas, hay muchas formas de agrupar a los pacientes. Una clasificación interesante es la que los divide entre de aquellos en cuyas historias prevalece el conflicto y aquellos en las cuales predomina la carencia.
Cuando prevalece el conflicto, aparecen en primer plano emociones que chocan entre sí. En este caso, casi siempre les podemos poner el nombre de los sentimientos que las caracterizan: historias de traición o de amor imposible; de rencor o de rivalidad; de seducción o de ternura trunca; de altruismo incomprendido, de idealismos apasionados… Entonces la tarea suele ser descubrir los sentimientos que están ocultos, muchos veces detrás de los más evidentes, y entender el significado hasta poder contemplar la misma historia con otros ojos.
Cuando hablamos de que predomina la carencia, la historia es muy diferente ―si es que se la puede llamar historia― y el papel de la terapia también. Son esas historias para las que no hay palabras: historias de desamparo, de vacíos, de espacios blancos, de traumas que nunca llegaron a historizarse. Pero paradójicamente, la carencia no carece de significados. Aunque el paciente no tenga palabras para contar su historia, aun así trae una que es propia, personal, que tal vez no lleve inscripta en su “mente”, pero sí en algún lugar de su ser. Se diría que el trauma y la carencia se han hecho cuerpo, o acto, o “grito” bajo las formas más variadas. Y debajo de esas lápidas de sufrimientos sin nombre, mudas, latentes, yacen historias que esperan ser contadas.
Pero lo más importante que hay que decir sobre los pacientes y sus historias es que todo aquel que comienza una psicoterapia lo hace porque anhela ser un poco más artífice de su propio destino, o (en los términos que nos gusta decirlo ahora) ver si puede ser un poco más autor de su propia historia.[1]

4. ¿Cambiar una historia?
La pregunta sobre si es posible o no cambiar una historia tiene una respuesta potencialmente afirmativa. Si no fuera por la esperanza de que es posible hacer algo con el propio destino, ninguna psicoterapia tendría sentido. Lo que nos interesa entonces es cuánto y cómo se la puede cambiar.
Los pacientes y los psicoanalistas sabemos que cambiar no es nada fácil. Hemos comprobado lo difícil que es escapar a ciertos destinos culturales, históricos o familiares, pero encarar un tratamiento significa que no adherimos a la doctrina de la predestinación o a la idea de fatalidad. Creemos que en alguna medida está en nuestras manos orientarnos hacia un futuro elegido.
En consecuencia, parece natural que en los tratamientos le dediquemos mucho tiempo a la tarea que apunta al futuro. A veces, el paciente comienza a descubrir potencialidades que desconocía; otras, reconsidera sus fuerzas en relación con sus metas, para evaluar si son alcanzables. En el largo camino que va desde el proyecto a su realización, la intervención de la psicoterapia tiene muchísimas cosas por hacer.
Pero el psicoanálisis propone algo que no parece lógico. Nos mostró que para dirigir nuestro futuro, suele ser necesario modificar el pasado, lo cual suena totalmente irracional. Y sin embargo, cambiar eso que parece imposible de cambiar es en realidad la palanca más poderosa para modificar el destino.
Sucede que si bien lo que pasó ya pasó, lo que daña es cómo se entiende lo que pasó, es decir, el sentido parcial, incompleto o torcido por autoengaños que se les da a los hechos del pasado.
Es cierto que sea lo que sea lo que nos haya tocado vivir, no hay vuelta atrás; el ejemplo más dramático pero verosímil es el del chico que ha sido abandonado por su madre. El abandono sucedió y dejó huellas imborrables. Pero no es lo mismo pensar y sentir que el abandono es una prueba de que uno no vale nada y entonces es merecedor del abandono, que saber y sentir, bien desde adentro, que la madre que nos abandonó hasta pudo haberlo hecho por amor, porque la otra opción era la muerte.
Un ejemplo, menos dramático, es el de alguien que anda por la vida pensando que la novia lo dejó por celos y envidia. Pero otra interpretación más completa, que tiene en cuenta los detalles de lo que el paciente relata y otras percepciones del psicoanalista, lleva a pensar que además de los celos y la envidia, la novia lo dejó también por ser algo “agrandado” y poco capaz de tener en cuenta al otro. El paciente se va a resistir, no va a aceptar tan fácilmente esta reconsideración de los hechos, pero en la medida en que vaya incorporando este aspecto de la verdad, va a contar con mejores herramientas para vincularse mejor.
En otras palabras, si bien es cierto que el pasado no se puede cambiar, a una historia se la puede resignificar. Y no importa si esa resignificación nos hace quedar mejor o peor parados. Lo que importa es que la significación con la que miramos el pasado se acerque lo más posible la verdad. Y decimos “se acerque”, porque hoy se sabe que la verdad es siempre compleja, inabarcable, multifacética. Siempre hay una posibilidad de verla desde un nuevo ángulo. Y en este punto, la apuesta fundamental del psicoanálisis es que cuanto más nos acerquemos a la verdad, sea que nos alivie o que nos duela, más herramientas vamos a tener para intervenir en la conducción de nuestra vida.
En otras palabras, sabemos que nuestra libertad está acotada. Que estamos limitados por nuestro cuerpo, el mundo exterior y las múltiples circunstancias e historias que hacen que estemos hoy aquí procurando conducir nuestra vida. Y precisamente, por estar acotados por todos esos límites, el psicoanálisis nos dice que cuanto más nos aproximemos a la verdad acerca de nosotros mismos y de todas nuestras circunstancias, en mejores condiciones vamos a estar de ser, si no artífices absolutos de nuestro destino, al menos partícipes con voz y voto en la autoría de nuestra historia.

5. La necesidad de contar estas historias
Sobre el origen del habla y sus beneficios, se ha dicho que la palabra es una ventaja adaptativa y que la especie humana, al adquirir el lenguaje y comunicarse mejor, logró más éxito en el enfrentamiento con especies más grandes y más fuertes. O sea, se cree que la palabra se desarrolló por los beneficios que traía para la supervivencia.
Pero si observamos con atención a los primates en esos documentales que suele ofrecer la televisión, resultan conmovedores los esfuerzos de nuestros antepasados biológicos cuando con su escaso lenguaje, lleno de gestos ampulosos, intentan relatar a sus congéneres algo que los conmocionó.
Y por otra parte, si atendemos a nuestras vivencias más fuertes, tendremos que reconocer que  nuestra necesidad de contar es casi tan fuerte como nuestra necesitad de comer. Basta que nos toque vivir una experiencia conmovedora, para volver a sentir ese imperioso impulso de compartir con alguien lo que vimos, lo que sentimos, lo que nos pasó. Y cuanto mayor es nuestra conmoción, mayor necesidad tenemos de contar.
Como cara complementaria, está la necesidad y el gusto de escuchar. Y por eso vamos al cine y al teatro, leemos novelas y nos reunimos a conversar...
Aquí van entonces estas historias de carne y hueso. Casi todas ellas fueron escuchadas desde el sillón del analista. Las escribimos por la necesidad que tenemos de contar, sobre todo de contar esas historias que, más que de carne y hueso, son historias en carne viva. Ojalá nuestra necesidad de contar coincida con la necesidad y las ganas que puedan tener los lectores de escuchar.



[1] La frase “Cada uno es artífice de su propio destino” fue acuñada por Apio Cayo unos trescientos años antes de Cristo. Ver D. Sánchez Vendramini en www.citas-latinas.com.ar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

test