martes, 29 de abril de 2014

De cómo yo estoy aquí porque los caballos doblan

Domingo Boari

(Nota autobiográfica)

El 3 de junio de 2011, en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, presentamos En los límites de lo posible, un libro sobre psicoanálisis multifamiliar que publicamos en coautoría con Olga Inés Pon.
La presentación de un libro y, en ese caso, el primer libro, despierta sin dudas vivencias y sentimientos singulares. Para mí al menos fue una ocasión significativa y en los días previos, sabiendo que tendría que pronunciar, como se dice, algunas “palabras alusivas”, estaba inquieto pero también confiado, suponiendo que ya se me ocurriría algo.
Fue así que dos noches antes de la presentación me vino un recuerdo infantil que, como un sueño o una asociación libre, se metió en medio de la vivencia que me acompañaba en relación con el hecho de presentar aquel libro. Y cuando me tocó hablar, hablé de ese recuerdo y de cómo entendí yo el hecho de que se me hubiera colado entre los pensamientos de esos días.
Esa historia es la que les quiero contar ahora. Naturalmente, no es una historia que yo escuché “desde el sillón del analista”. Al contrario, soy yo ahora el que habla “desde el diván” y espero que los lectores pongan su escucha comprensiva y encuentren una interpretación benevolente. Yo al menos la cuento con indulgencia hacia mí mismo: si contamos historias de tantos pacientes —me digo—, ¿por qué no voy a contar un pedazo de la mía?
Al pronunciar aquellas palabras, empecé diciendo que quienes me conocían no se sorprendían de que yo hubiese escrito un libro, incluso me decían ¡por fin! Comenté que el sorprendido era yo por haber escrito ese libro, con ese contenido.
Les conté que hacía unos días había tenido un recuerdo infantil que unos diez años atrás había relatado por escrito, para otra circunstancia, muy diferente a la de esa presentación. La primera vez que escribí ese relato le puse como nombre “Sorpresa”, pero en ocasión de la presentación del libro, ya que aludía alegóricamente a lo que sentía en ese momento, también podría llamarse “De cómo asombro tras asombro llegué hasta aquí. Episodio 1: el ternero y el Oscurito”.
Leí entonces la versión original del relato y prometí para después algunos comentarios que lo vincularan con la circunstancia de la presentación.

Sorpresa
Debe haber sido una tarde templada de primavera, ya casi empezando el verano, porque el pasto tenía ese verdor claro de pasto nuevo varios días después de una buena lluvia. Esa tarde, como tantas otras, fui a buscar “las lecheras” —así le llamábamos a las vacas de ordeñe— para encerrar los terneros y evitar que ellos cenaran y desayunaran con la leche que nosotros les disputábamos.
Esa vez pude ir a buscar a las lecheras con el Oscurito, el caballo que más me gustaba. El Oscurito era joven y brioso. No como el Oscuro viejo, mucho más manso, pero pesado y torpe. El Tordillo era muy grande y asustadizo, yo le tenía miedo. El Oscurito era “mi” caballo.
“Buscar las lecheras” era una de mis tareas normales de esa época, como para un chico de la ciudad lo era en esos tiempos ir a comprar el pan. Yo tendría unos once años y ahora, a la distancia, me asombro de lo que para mí era entonces rutinario. Ese día, como tantas veces, un ternero se rebeló escapando hacia campo abierto a mis espaldas; y un poco porque era parte de la tarea y otro poco por diversión, lo perseguí con mi Oscurito, a toda velocidad, para obligarlo a que se reuniera con el grupo.
El ternero, ágil, corría pegado al alambrado que formaba lo que llamábamos “el potrero chico”. (Una parcela en forma de cuña dentro del campo grande). Corríamos por uno de los lados externos de esa cuña. El ternero me llevaba cierta ventaja, pero el Oscurito era rápido y obediente, conocedor de su tarea: había que alcanzarlo. Ya estábamos prácticamente a la par: el alambrado, el ternero y casi apretándolo contra el alambrado, el Oscurito y yo, su entusiasta jinete, las piernas ajustadas al cuerpo del caballo y la cara casi pegada a su cuello. Y de golpe, ¡la sorpresa! El ternero, a esa increíble velocidad, llegado al vértice viró con absoluta naturalidad copiando el ángulo formado por los alambrados, que era muy inferior a noventa grados; y detrás de él dobló el Oscurito, tan entusiasta como yo en la tarea de perseguirlo. Yo, en cambio, seguí de largo y por un instante no supe nada de mí; no me recuerdo volando en el aire. Unos segundos después, me encontré aterrizado de pecho y panza en el pastito, sin comprender muy bien qué había sucedido.
Esa vez, no pasó nada. Más bien recuerdo mi asombro y que me lo tomé con humor. Pero aprendí: los terneros, huyendo, cuando llegan a una esquina, por cerrada que sea la curva,... doblan. Y los caballos, persiguiéndolos, doblan.

Hasta aquí el relato del recuerdo infantil. Pero ¿por qué ese recuerdo, en los días previos a la presentación de un libro, de tapa verde claro, allá por el 2010, en la Biblioteca Nacional?
Me fui dando cuenta de que la vivencia de esos días no era tan distinta de aquella sorpresa que experimenté al verme sobre el pasto: otra vez me estaba preguntando ¿Cómo es que había ido a parar ahí? Y buscando la respuesta, se me fueron uniendo estos eslabones…
Vamos a suponer, como algunos dicen, que la condición de contar me fuera natural; puede ser; soy del campo, el menor en una familia numerosa; escuché tantos cuentos que tal vez de allí me venga el gusto por contar. Todo libro tiene algo de relato… no me sorprendía haber escrito un libro, sino cómo había llegado a ese libro. Con ese contenido.
Claro —pensé—, dado mi gusto por contar, si hubiera seguido en mi Oscurito en el campo, como algunos de mis hermanos, tal vez también habría escrito un libro, que, en ese caso, se habría llamado “Relatos de un tambero caído del caballo”. Pero mi impulso interior me llevó a caer en otro lado.
Pensaba también que si hubiera seguido alguno de los caminos por los que cabalgué después, con otros amigos, tal vez estaría en Jujuy escribiendo quizá un libro sobre teología del pueblo, o en Santa Fe, sobre emprendimientos educativos rurales. O en Caracas, relatando experiencias en relación con los movimientos de trabajadores en América Latina.
Otro Oscurito que monté, con la inmejorable compañía de la amistad fraterna, me habría llevado a estar en Entre Ríos, relatando, tal vez a dos voces, un libro sobre las bondades del mate cebado en su calabaza.
Y durante mucho tiempo cabalgué por territorios que me habrían llevado a escribir algún libro sobre medicina psicosomática o sobre la misteriosa relación entre la idea y la materia.
Y entonces, ese día, a los que estaban allí, en la Biblioteca Nacional, les dije que tenía cierta sensación de extrañeza. Otra vez había ido a parar a un lugar al que había llegado sin saber del todo cómo y por qué. Que tal vez si nos ponemos a pensar a todos nos pasa lo mismo. Pero yo, en mi caso particular, había llegado a la conclusión de que, de asombro en asombro, había sido mi impulso interior, no del todo manejado por mí, el que me había llevado hasta ahí, a ser ese que era, ese que estaba allí y no en otro lugar. Con ellos y no con otros. Presentando ese libro y no otro, ese que unos años antes jamás hubiera imaginado escribir. Y que otra vez me sentía, con sorpresa, aterrizado de pecho y panza, ahora sobre un libro de color verde claro, como el del pasto nuevo, en primavera, unos días después de una lluvia generosa. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bellísimo relato dentro de otro relato. Me alegro de poder escucharte y ahora leerte. Enrique A.