Miró hacia un lado y hacia el otro y se dio cuenta de
que sus compañeros de excursión eran más débiles que él. Solo el que ya había
cumplido doce era algo mayor, y no era para nada criterioso.
Volvió a fijarse y vio que era verdad: el anzuelo
había entrado por la yema del pulgar y lo había atravesado hasta salir al lado
de la uña.
Había querido lanzar la caña un poco más lejos que
de costumbre, el hilo se había enredado en las ramas de un árbol y el anzuelo,
en lugar de ir a parar al agua, había vuelto como un búmeran a clavarse en su
mano izquierda.
El susto hacía que el dolor no fuera tan grande. Estaba
allí, medio atrapado, y todo dependía de él. Era tiempo de actuar.
Vaciló un instante y concluyó que lo mejor era cortar
el hilo con sus dientes sin perder tiempo en desenredarlo. De entrada probó con
los caninos, donde se concentra la fuerza de las mandíbulas, y tuvo éxito.
Antes de comenzar a correr ya estaba agitado. Hubiera
querido sobrevolar en línea recta los trescientos metros de sendero sinuoso que
separaban su casa del recodo del río donde le gustaba ir a pescar. Sus
compañeros siguieron en lo suyo y el de doce, que fue el único que notó algo,
al verlo correr le gritó que no se olvidara de devolverle el anzuelo.
Los vecinos que tomaban mate en el muelle aquella
apacible mañana de domingo al verlo pasar reconcentrado y pálido notaron que
algo raro estaba sucediendo. Se quedaron expectantes, pero no fueron
requeridos.
El padre estaba solo en el parque, entretenido con las
herramientas y la máquina de cortar el pasto. Lo vio llegar y casi no hicieron
falta las palabras. Mientras evaluaba cómo sacar ese gancho de puntas tramposas,
le decía al hijo (o tal vez a sí mismo):
―Tranquilo, tranquilo. Esperá un poquito.
Su padre hurgó en la caja de herramientas y eligió
una pinza. Después con la mano izquierda aferró el pulgar lastimado para
mantenerlo quieto. Pero no hubiera hecho falta, porque él ya mantenía su mano
inmóvil a pesar de que todos sus músculos estaban temblorosos debajo de la piel.
Se apoyaba alternativamente en una y otra pierna como si de ese modo se
inyectara anestesia y mantenía la mirada clavada en lo que hacía el padre. Vio
cómo con la pinza cortaba el ojal del anzuelo. Vio cómo lo sacaba hacia
adelante, procurando rotarlo para que la curva recorriera el camino trazado por
la punta. Él también sabía que era eso exactamente lo que había que hacer.
Observó el dedo liberado, primero el orificio
próximo a la uña, luego giró un poco la mano y observó el otro. No quiso
tocarse por temor de que le doliera más. La “tragedia” había pasado. Respiró
hondo mientras ante sí pasaban como un relámpago las imágenes de las angustias
y peligros superados. Recién entonces, sin mirarlo, se aferró al cuerpo de su
papá y lloró como un niño.
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